Parad los relojes…

Parad los relojes, cortad el teléfono,

engañad con un hueso el ladrido del perro;

acallad los pianos y, con tambores sordos,

que se acerquen los dolientes cuando traigan el féretro.



Dejad que los aviones se lamenten

dibujando en el aire el mensaje “Él ha muerto”;

teñid con crespones los blancos cuellos de las palomas

y que hasta los guardias calcen guantes de algodón negro.



Él era mi norte, mi sur, mi este y oeste;

mi semana de trabajo y mi domingo de descanso;

mi mediodía, mi madrugada, mi voz y mi canción.

Creí que el amor era eterno: estaba en un error.



No se necesitan ya estrellas, extinguidlas una a una;

desenroscad el sol y meted en un saco la luna,

vaciad los océanos y arrasad los bosques

porque ya no hay para mí felicidad futura.

W. H. Auden, traducción de Paula Zumalacárregui